La historia de las mujeres en la política mexicana ha estado marcada por la exclusión, la resistencia y la lucha constante por obtener un lugar legítimo en los espacios de poder. Durante siglos, las mujeres fueron consideradas ciudadanas de segunda categoría, excluidas de los procesos de toma de decisiones y confinadas al ámbito doméstico como única esfera de influencia. Esta marginación no fue accidental, sino producto de un sistema patriarcal que estructuró la vida pública desde una lógica androcéntrica, donde la voz de las mujeres no era valorada, y su participación en la política era vista como una transgresión al orden social. Sin embargo, frente a este contexto adverso, las mujeres mexicanas han protagonizado una larga y valiente lucha por el reconocimiento de sus derechos, abriendo caminos que hoy permiten hablar de avances significativos, aunque aún insuficientes, hacia la igualdad sustantiva.

La primera gran conquista política de las mujeres en México fue el reconocimiento del derecho al voto en 1953. Esta reforma fue el resultado de décadas de movilización y organización de mujeres que, desde principios del siglo XX, comenzaron a cuestionar el monopolio masculino sobre la vida pública. A pesar de que la Revolución Mexicana ofreció una oportunidad para replantear el pacto social, las mujeres quedaron nuevamente relegadas de los beneficios políticos y jurídicos del nuevo régimen. Fue necesario esperar hasta la segunda mitad del siglo para que el Congreso reconociera de manera formal el derecho de las mujeres a participar en los procesos electorales en igualdad de condiciones. Este momento fue clave no solo por su significado jurídico, sino también porque sentó las bases para la construcción de una ciudadanía femenina activa, crítica y comprometida con la transformación democrática del país.

A partir de ese momento, las mujeres comenzaron a ocupar lentamente espacios en las cámaras legislativas, en los gobiernos estatales y en los ayuntamientos. Sin embargo, su presencia fue durante muchos años simbólica y marginal. La participación de las mujeres en la política no se tradujo automáticamente en un ejercicio efectivo del poder, ya que enfrentaban múltiples barreras estructurales: discriminación por parte de los partidos políticos, falta de acceso a recursos, ausencia de redes de apoyo, y una cultura política que privilegiaba el liderazgo masculino. Las mujeres eran vistas como cuotas obligatorias, no como sujetas políticas con capacidad de liderazgo propio. Esta situación generó una profunda brecha entre el reconocimiento formal de sus derechos y su ejercicio real, lo que obligó a replantear las estrategias de inclusión.

Fue en este contexto que surgieron las cuotas de género como una medida transitoria para acelerar la participación política de las mujeres. A partir de la década de los noventa, el marco legal comenzó a exigir a los partidos políticos la inclusión de mujeres en sus listas de candidaturas. Estas medidas, aunque inicialmente limitadas y resistidas, permitieron un crecimiento paulatino de la representación femenina en los espacios legislativos. No obstante, también dieron lugar a prácticas de simulación, como la postulación de mujeres en distritos con baja competitividad o la renuncia forzada de candidatas para beneficiar a suplentes varones, conocidas como “las Juanitas”. Estas prácticas pusieron de manifiesto la necesidad de fortalecer los mecanismos de vigilancia y sanción, así como de avanzar hacia un nuevo paradigma: el de la paridad.

El principio de paridad de género, incorporado en la Constitución mexicana en 2014, representó un cambio de fondo en el modelo de representación política. Ya no se trataba de una cuota mínima, sino de una obligación jurídica y ética de garantizar la participación igualitaria de mujeres y hombres en todos los espacios de poder. La reforma de 2019, conocida como “paridad en todo”, amplió esta obligación a los tres poderes del Estado, los órganos autónomos, los municipios y los partidos políticos. Esta transformación normativa ha tenido un impacto significativo en la configuración del poder político en México, permitiendo que por primera vez se alcance una integración paritaria en el Congreso de la Unión y en diversas instituciones públicas.

Sin embargo, el camino hacia la paridad sustantiva está lejos de haberse completado. Aunque el número de mujeres en cargos públicos ha aumentado, persisten importantes obstáculos que impiden una participación libre, plena y efectiva. Uno de los más graves es la violencia política en razón de género, que se ha intensificado en la medida en que las mujeres han ganado visibilidad y poder. Esta violencia adopta múltiples formas: acoso, amenazas, descalificaciones, ataques en redes sociales, agresiones físicas, e incluso feminicidios. Su objetivo es claro: desalentar la participación política de las mujeres, cuestionar su legitimidad y preservar los privilegios del poder patriarcal. A pesar de los avances en el reconocimiento legal de esta problemática, la impunidad y la falta de protección efectiva siguen siendo una constante.

Otro desafío estructural es la desigualdad en el acceso a los recursos políticos. Las mujeres siguen enfrentando dificultades para obtener financiamiento, apoyo logístico, cobertura mediática y respaldo partidista en igualdad de condiciones. Esta desventaja se agudiza en el caso de mujeres indígenas, afrodescendientes, con discapacidad, jóvenes, migrantes o de la diversidad sexual, quienes enfrentan formas múltiples y entrecruzadas de discriminación. La política mexicana, aunque formalmente paritaria, sigue siendo en muchos sentidos excluyente y vertical, lo que limita la emergencia de liderazgos femeninos diversos y comprometidos con la transformación social.

La cultura política dominante también representa un obstáculo para la igualdad. A pesar de la presencia creciente de mujeres en espacios de poder, persisten estereotipos que las encasillan en roles secundarios o que descalifican su liderazgo. Las mujeres en política son objeto de un escrutinio desproporcionado, se les exige demostrar más que a sus pares varones, y se minimizan sus logros bajo supuestos de inexperiencia o debilidad. Esta cultura sexista no solo vulnera los derechos de las mujeres, sino que empobrece el debate público y limita las posibilidades de construir una democracia más justa y representativa.

Frente a estos desafíos, es necesario reafirmar que la presencia de las mujeres en la política no es un privilegio ni una concesión, sino un derecho ganado a través de una lucha histórica. El reconocimiento de las mujeres como sujetas políticas plenas exige más que normas legales: requiere de políticas públicas integrales, de compromisos institucionales firmes, de voluntad política real y de una transformación profunda de los imaginarios sociales. La igualdad sustantiva no se alcanza con declaraciones, sino con acciones concretas que permitan a las mujeres acceder, permanecer y ejercer el poder en condiciones de equidad, seguridad y dignidad.

Asimismo, es fundamental promover la formación política de las mujeres desde edades tempranas, fortalecer sus liderazgos comunitarios, garantizar el acceso a mecanismos de denuncia eficaces, y visibilizar los referentes femeninos que hoy ocupan cargos públicos con responsabilidad y compromiso social. La sororidad, la construcción de redes y la articulación con movimientos feministas son claves para enfrentar los obstáculos y avanzar hacia una política transformadora, ética y plural.

El camino recorrido por las mujeres en la política mexicana ha sido arduo y aún continúa. Cada conquista ha sido el resultado de una lucha colectiva por el reconocimiento de derechos que durante mucho tiempo fueron negados. Hoy, México cuenta con una arquitectura legal que permite avanzar hacia una democracia paritaria, pero su materialización exige vigilancia constante, participación activa y una ciudadanía comprometida con la igualdad. Las mujeres han demostrado con hechos que su presencia en la política enriquece los procesos democráticos, amplía las agendas públicas y fortalece las instituciones. Reconocer y valorar su contribución es, más que una deuda histórica, una condición imprescindible para el desarrollo democrático del país.