La participación de las mujeres en la vida política es un derecho fundamental y una condición indispensable para el fortalecimiento de las democracias. No obstante, en muchas partes del mundo, y particularmente en México, las mujeres que deciden incursionar en el ámbito público enfrentan una serie de obstáculos estructurales que dificultan su acceso, permanencia y ejercicio pleno en los espacios de decisión. Uno de los más graves y persistentes es la violencia política de género, una forma de agresión sistemática que, si bien puede adoptar múltiples rostros, tiene como objetivo principal inhibir la participación femenina en la esfera política. Esta violencia, aunque en ocasiones sutil o encubierta, constituye un grave atentado contra los derechos humanos de las mujeres y contra los principios democráticos que rigen la vida institucional del país.

A medida que las mujeres han conquistado espacios en la política y han exigido su derecho a estar en la toma de decisiones, también han crecido las expresiones de violencia orientadas a limitar su poder, a deslegitimar su voz o a forzarlas a renunciar a sus aspiraciones. Esta violencia no se limita al momento electoral ni al ámbito partidista, sino que se extiende a toda la trayectoria política de las mujeres, incluyendo su etapa de precandidatas, candidatas, funcionarias electas o designadas, militantes o lideresas comunitarias. Se trata de un fenómeno que no distingue partidos, niveles de gobierno ni regiones geográficas, y que se manifiesta en formas tan diversas como el acoso, la difamación, la presión psicológica, las amenazas, la exclusión deliberada, la discriminación institucional, la agresión física e incluso el asesinato.

La violencia política de género se sostiene sobre estereotipos culturales profundamente arraigados que cuestionan la legitimidad del liderazgo femenino. En muchos casos, se percibe a las mujeres como intrusas en espacios tradicionalmente ocupados por hombres, y su presencia se tolera solo si se ajusta a roles secundarios, subordinados o decorativos. Cuando una mujer se posiciona con autonomía, ejerce autoridad, o desafía las normas patriarcales del poder, es más susceptible de ser blanco de ataques, críticas desproporcionadas y campañas de desprestigio. Estos actos no solo afectan su trayectoria personal, sino que envían un mensaje de advertencia a otras mujeres, generando un efecto inhibidor que limita la participación colectiva femenina.

El carácter invisible de esta violencia se debe, en gran medida, a que muchas de sus manifestaciones no son reconocidas ni denunciadas como tales. Las mujeres que la padecen suelen enfrentarse a la normalización de estas conductas, a la falta de mecanismos efectivos de denuncia y protección, y a una cultura institucional que minimiza, trivializa o incluso justifica la violencia bajo el argumento de la política como espacio rudo o confrontativo. Además, muchas víctimas temen ser revictimizadas, quedar aisladas en sus propios partidos o sufrir represalias que afecten su carrera política. Esta combinación de factores genera una situación de impunidad estructural que alimenta la continuidad de la violencia.

Ante la gravedad del problema, México ha dado pasos importantes para reconocer y sancionar la violencia política de género. En 2020, se aprobó una reforma histórica que modificó diversas leyes para tipificar esta forma de violencia, establecer sanciones específicas y crear mecanismos de prevención y atención. Entre los principales avances se encuentran la inclusión del concepto en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, la incorporación en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, y la creación del Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres. Asimismo, el Instituto Nacional Electoral y los tribunales electorales han desarrollado lineamientos, protocolos y sentencias orientadas a garantizar una respuesta institucional eficaz.

No obstante, la sola existencia de marcos normativos no garantiza la erradicación del fenómeno. Persisten grandes retos en la implementación de las leyes, en la capacitación del funcionariado, en la coordinación interinstitucional y en la construcción de entornos seguros para que las mujeres puedan denunciar sin miedo. Es urgente que las autoridades, los partidos políticos, los medios de comunicación y la sociedad civil asuman su responsabilidad en la prevención, atención y sanción de esta violencia, reconociendo que se trata de un obstáculo que no solo daña a las mujeres individualmente, sino que debilita la democracia en su conjunto.

Los partidos políticos, como principales puertas de entrada a la vida pública, tienen un papel crucial en la erradicación de la violencia política de género. Deben garantizar procesos internos democráticos, transparentes e incluyentes, donde las mujeres puedan competir en condiciones de igualdad y sin riesgo de ser violentadas. Es necesario que establezcan comisiones de atención, protocolos internos, mecanismos de sanción y medidas de acompañamiento para las militantes que enfrenten situaciones de violencia. La omisión, el encubrimiento o la tolerancia frente a estas conductas los convierte en cómplices de una práctica que perpetúa la exclusión y la desigualdad.

La violencia política de género también tiene un impacto directo en la calidad de la representación y en el contenido de las políticas públicas. Las mujeres que logran llegar a cargos de decisión muchas veces se ven obligadas a dedicar tiempo y energía a defenderse de ataques, en lugar de concentrarse en sus funciones legislativas o ejecutivas. Además, el clima de hostilidad y desconfianza puede limitar su capacidad para impulsar agendas de igualdad, derechos humanos, justicia social o transformación estructural. La violencia política, en este sentido, no solo busca desplazar a las mujeres del poder, sino también bloquear los cambios que podrían beneficiar a sectores históricamente marginados.

Frente a esta realidad, es indispensable fortalecer las redes de apoyo entre mujeres, los liderazgos colectivos y la construcción de una sororidad política que rompa el aislamiento y la fragmentación. La solidaridad entre mujeres políticas de distintas ideologías, territorios y trayectorias es clave para enfrentar los ataques, visibilizar las problemáticas comunes y construir estrategias de resistencia y cuidado colectivo. Las experiencias de acompañamiento, de documentación de casos, de incidencia legal y de denuncia pública son herramientas poderosas para combatir el silencio y la impunidad.

La ciudadanía también juega un papel relevante en esta tarea. Reconocer la violencia política de género como una problemática que nos compete a todas y todos es el primer paso para generar conciencia, exigir rendición de cuentas y transformar la cultura política. Es necesario cuestionar los discursos y prácticas que reproducen la discriminación, promover una cultura de respeto a los derechos humanos, y respaldar el liderazgo femenino como una condición para la justicia y la equidad. La participación política de las mujeres no puede estar condicionada al costo personal de enfrentar agresiones sistemáticas, sino que debe ser un ejercicio pleno, libre y seguro.

La violencia política de género es, sin duda, uno de los principales obstáculos para la participación de las mujeres en la vida pública en México. Su carácter invisible, su naturalización cultural y su impunidad estructural la convierten en una amenaza latente para la democracia. Pero también es una problemática que puede y debe ser enfrentada con decisión, con compromiso institucional y con movilización social. Las mujeres no solo tienen derecho a participar, sino a hacerlo en condiciones de dignidad, seguridad y respeto. El desafío es construir un país donde ninguna mujer tenga que elegir entre su integridad y su vocación de servicio público. Romper el silencio, aplicar la ley y transformar la cultura política son tareas urgentes e inaplazables para garantizar una democracia paritaria, incluyente y libre de violencia.