
La paridad de género en el ámbito del poder político en México ha sido presentada, con
justa razón, como uno de los avances más relevantes en materia de derechos políticos
de las mujeres durante las últimas décadas. Sin embargo, más allá de los logros
numéricos y de las reformas constitucionales que han consolidado su presencia en
los espacios institucionales, la pregunta persiste con fuerza: ¿la paridad es ya una
realidad consolidada o sigue siendo un desafío pendiente, especialmente cuando se
examinan los múltiples factores que aún limitan la igualdad sustantiva? Esta reflexión
no solo apela al recuento de cifras o normas, sino que exige mirar de forma crítica las
estructuras de poder, los mecanismos de exclusión y los retos que enfrentan las
mujeres para ejercer el liderazgo político con autonomía, seguridad y legitimidad.
Desde la reforma constitucional de 2014, que estableció la obligatoriedad de paridad
en las candidaturas a cargos legislativos, México ha dado pasos importantes hacia la
representación equilibrada de mujeres y hombres. La reforma de 2019, conocida
como “paridad en todo”, amplió el alcance de esta obligación hacia los tres poderes
del Estado, los niveles federal y local, los órganos constitucionales autónomos, así
como los municipios y los partidos políticos. Gracias a este andamiaje jurídico, México
ha alcanzado niveles históricos de representación femenina, posicionándose entre los
países con mayor presencia de mujeres en sus Congresos. La integración de las
cámaras legislativas ha sido transformada sustancialmente, y muchas entidades
federativas cuentan ahora con gabinetes paritarios e incluso con mujeres
encabezando gobiernos estatales, lo cual representa un avance político y simbólico
de gran relevancia.
Sin embargo, la paridad en términos numéricos no equivale a una igualdad real en el
ejercicio del poder. El desafío más profundo que enfrenta este principio es su
traducción en una igualdad sustantiva que garantice a las mujeres no solo el acceso,
sino la permanencia y el ejercicio efectivo del poder sin condiciones, sin
discriminación y sin violencia. Esta distinción es clave para comprender que el
problema no radica solamente en cuántas mujeres ocupan un cargo público, sino en
qué condiciones lo hacen, qué márgenes reales de acción tienen, cómo son tratadas
por sus colegas y adversarios políticos, y si pueden influir en la toma de decisiones de
forma autónoma y con autoridad legítima.
Una de las principales barreras que aún persisten es la violencia política en razón de
género. Esta forma de violencia tiene como finalidad impedir, obstaculizar o anular el
ejercicio de los derechos políticos de las mujeres por el hecho de ser mujeres, y adopta
múltiples expresiones: desde la exclusión informal de las reuniones clave, pasando
por la descalificación constante de sus capacidades, hasta amenazas directas,
campañas de difamación, presión para renunciar a los cargos o incluso agresiones
físicas. Aunque México cuenta con una ley específica que sanciona la violencia
política contra las mujeres y con mecanismos institucionales de atención, los niveles
de impunidad siguen siendo altos y muchas víctimas prefieren no denunciar, ya sea
por temor a represalias o por desconfianza en las autoridades. Esta realidad genera un
mensaje disuasorio para muchas mujeres que, ante el costo personal y emocional que
implica participar en política, optan por no hacerlo.
Otro de los grandes desafíos es la resistencia cultural que todavía predomina en
muchos espacios de toma de decisiones. A pesar de que la ley obliga a los partidos a
postular mujeres, en la práctica estas candidaturas suelen ubicarse en distritos
perdedores o en cargos de menor incidencia política. En algunos casos, las mujeres
son electas pero marginadas del núcleo de decisiones internas o relegadas a
comisiones secundarias, mientras que los cargos estratégicos, como la coordinación
de bancadas o las presidencias de mesas directivas, siguen reservándose para los
varones. Esta desigualdad en el ejercicio del poder es una forma más sutil de
exclusión, que perpetúa la idea de que las mujeres pueden estar presentes, pero no
liderar.
La simulación también ha sido un problema recurrente. Han existido casos
documentados en los que los partidos políticos han cumplido con el requisito formal
de paridad postulando mujeres que posteriormente se ven presionadas para
renunciar, dando paso a suplentes hombres. Aunque esta práctica ha sido combatida
con reformas legales y sanciones, persisten formas encubiertas de manipulación que
atentan contra la voluntad de las mujeres de ejercer sus derechos políticos de forma
plena. Esta realidad evidencia que el compromiso con la igualdad no puede limitarse
al cumplimiento formal, sino que debe traducirse en una cultura política que respete
la dignidad y la autonomía de las mujeres.
Por otro lado, la equidad en el acceso a recursos también representa un reto
estructural. Las campañas políticas, los procesos internos y el funcionamiento
cotidiano de los partidos requieren de financiamiento, redes de apoyo, asesoría
técnica y presencia mediática. Diversos estudios han mostrado que las mujeres,
especialmente aquellas que no forman parte de las élites partidistas, tienen más
dificultades para acceder a estos recursos. Esta desigualdad económica y logística se
traduce en campañas menos competitivas, en menor visibilidad y en una menor
posibilidad de éxito electoral. Si no se garantiza una distribución equitativa de los
recursos entre mujeres y hombres, la paridad seguirá siendo una meta formal más que
una garantía efectiva.
Además, la paridad debe pensarse desde un enfoque interseccional. No todas las
mujeres enfrentan las mismas condiciones de exclusión. Las mujeres indígenas,
afrodescendientes, jóvenes, con discapacidad, de la diversidad sexual, migrantes o
provenientes de contextos rurales enfrentan barreras adicionales, que combinan
discriminaciones múltiples y requieren políticas diferenciadas para ser superadas. La
representación política no puede seguir siendo homogénea. Es fundamental que la
diversidad de las mujeres mexicanas esté representada en las instituciones, con
liderazgos genuinos, con agendas propias y con condiciones que garanticen su
participación efectiva.
La llegada de mujeres a cargos de alta visibilidad, como la presidencia de la República,
si bien representa un avance simbólico poderoso, no es garantía en sí misma de que
el sistema haya dejado de ser excluyente. La historia muestra que la presencia de
mujeres en el poder no necesariamente se traduce en políticas con enfoque de género
o en avances en los derechos de las mujeres si no existen compromisos políticos
claros y mecanismos de exigibilidad social. Por ello, es fundamental que la
ciudadanía, las organizaciones civiles y los propios partidos asuman el seguimiento
crítico de la gestión pública, demandando coherencia entre la representación paritaria
y la implementación de políticas transformadoras.
Para que la paridad de género se consolide como una realidad y no como un mero
cumplimiento formal, se requiere avanzar en distintas líneas de acción. Es necesario
fortalecer los mecanismos institucionales de protección, justicia y reparación ante la
violencia política; garantizar condiciones de competencia equitativas en todos los
procesos internos y electorales; promover liderazgos femeninos autónomos desde las
bases comunitarias hasta los niveles más altos del Estado; y fomentar una cultura
política basada en el respeto, la inclusión y la corresponsabilidad. También es
indispensable invertir en la formación política de las mujeres, crear redes de apoyo y
visibilizar referentes positivos que inspiren a nuevas generaciones a participar en la
vida pública sin miedo y con pleno ejercicio de sus derechos.
La paridad de género en el poder es una condición indispensable para la democracia.
No se trata de una concesión ni de un favor, sino de un derecho humano que permite
equilibrar las relaciones de poder, ampliar la calidad del debate público y construir una
sociedad más justa. Lograrla no será posible sin el compromiso activo de todas las
instituciones, de los actores políticos y de la sociedad en su conjunto. El reto no es
menor, pero la historia ha demostrado que cada conquista de las mujeres ha sido
posible gracias a la persistencia, la solidaridad y la convicción de que un país más
igualitario no solo es deseable, sino urgente.
Hoy, en México, hablar de paridad de género en el poder es reconocer que hemos
avanzado, pero también aceptar que los desafíos pendientes son profundos y
estructurales. Convertir la paridad en una realidad sustantiva requiere mucho más que
cuotas. Implica transformar la forma en que concebimos el poder, romper con la
cultura patriarcal que lo sostiene y asegurar que las mujeres no solo ocupen espacios,
sino que puedan ejercerlos plenamente, con dignidad, seguridad y autonomía. Solo
entonces podremos decir que la paridad no es un desafío pendiente, sino una
conquista vivida y defendida todos los días.