La representación política de las mujeres en México ha transitado por un proceso largo, complejo y en constante transformación. De la exclusión absoluta en los espacios de poder se pasó, lentamente, al reconocimiento de sus derechos políticoelectorales y a la construcción de herramientas jurídicas e institucionales que han hecho posible su acceso progresivo a los cargos de decisión. En este recorrido, las cuotas de género jugaron un papel fundamental como medida transitoria para corregir desigualdades históricas. Hoy, con la consolidación del principio de paridad como mandato constitucional, se inaugura una nueva etapa en la vida democrática del país, donde la igualdad en la representación política no es una aspiración, sino una obligación jurídica y ética del Estado y de los partidos políticos. Sin embargo, esta evolución normativa aún enfrenta desafíos importantes para su materialización efectiva y para transformar de raíz las estructuras patriarcales que aún limitan la participación plena de las mujeres en el poder.

Durante décadas, la política en México fue un ámbito exclusivo de los hombres. Las mujeres fueron excluidas de los espacios de toma de decisiones, consideradas ciudadanas incompletas y relegadas al ámbito privado. Aunque el derecho al voto se reconoció formalmente en 1953, la participación femenina en los procesos electorales y en los cargos de elección popular fue, por muchos años, meramente testimonial. La cultura política hegemónica y las estructuras partidarias resistían la inclusión de mujeres, y quienes lograban acceder a algún cargo lo hacían a pesar del sistema, no gracias a él. Esta situación motivó a que distintos sectores de mujeres comenzaran a organizarse, a visibilizar las brechas de género y a exigir mecanismos que garantizaran una mayor presencia femenina en los órganos legislativos.

Fue así como surgieron las primeras acciones afirmativas orientadas a establecer cuotas de género en las candidaturas. A partir de la década de los noventa, se introdujeron en la legislación electoral criterios mínimos de inclusión femenina en las listas de los partidos. En 1993, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales incluyó una recomendación no vinculante para promover la participación de las mujeres. En 1996 se estableció por primera vez la obligación de que los partidos políticos no postularan más del setenta por ciento de candidaturas de un mismo sexo, es decir, al menos un treinta por ciento debían ser mujeres. Aunque este avance fue significativo, carecía de mecanismos de cumplimiento y de sanciones por incumplimiento, lo que permitió que muchas fuerzas políticas burlaran la norma o incurrieran en simulaciones.

La experiencia acumulada y la presión de los movimientos feministas, académicas y legisladoras comprometidas con la igualdad de género permitieron avanzar hacia un marco más robusto. En 2002 se elevó el porcentaje mínimo al cuarenta por ciento y se estableció que las fórmulas de mayoría relativa debían respetar el mismo principio. No obstante, aún se permitía registrar fórmulas en las que una mujer titular fuera acompañada por un suplente hombre, lo que facilitaba prácticas como la conocida figura de “las Juanitas”, donde las mujeres electas eran obligadas a renunciar para ceder el cargo a sus suplentes varones. Esta práctica evidenció las limitaciones del modelo de cuotas y la necesidad de avanzar hacia una concepción más integral y estructural de la igualdad.

El punto de inflexión llegó en 2014, cuando se aprobó la reforma constitucional que estableció el principio de paridad de género en la postulación de candidaturas a cargos legislativos, tanto federales como locales. Esta reforma implicó un cambio de paradigma: la paridad ya no era una cuota ni una medida temporal, sino un principio rector del sistema democrático. A partir de entonces, los partidos políticos estuvieron obligados a garantizar una participación equilibrada entre mujeres y hombres en las candidaturas, y las autoridades electorales adquirieron facultades para vigilar su cumplimiento y aplicar sanciones en caso de incumplimiento. Esta reforma tuvo efectos inmediatos en la composición del Congreso, permitiendo que en las elecciones de 2015 y 2018 se alcanzaran niveles históricos de representación femenina en ambas cámaras.

En 2019 se dio un paso aún más trascendental con la aprobación de la reforma constitucional conocida como “paridad en todo”, que extendió el principio de paridad a todos los niveles de gobierno y a los tres poderes del Estado. Esta reforma obligó a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, a los órganos autónomos, a los municipios y a los partidos políticos a aplicar la paridad de manera transversal en todas sus estructuras y nombramientos. Se trató de un avance sin precedentes que convirtió a México en uno de los países con un marco legal más avanzado en materia de representación política de las mujeres. Con esta reforma, la paridad dejó de ser solo un tema electoral para convertirse en un principio estructural de organización del poder.

Los efectos de esta evolución normativa han sido significativos. En las elecciones de 2021, por primera vez en la historia, la Cámara de Diputados y el Senado de la República se integraron casi por igual por mujeres y hombres. A nivel local, varios congresos estatales alcanzaron también la paridad, y se ha incrementado la presencia femenina en los gabinetes, en las presidencias municipales y en los órganos autónomos. Estos avances no solo han incrementado el número de mujeres en cargos públicos, sino que también han contribuido a diversificar las agendas políticas, visibilizando temas como los derechos sexuales y reproductivos, la erradicación de la violencia de género, la igualdad salarial, el trabajo de cuidados y la justicia social.

Sin embargo, los avances normativos y cuantitativos no han eliminado los desafíos estructurales que enfrentan las mujeres para ejercer el poder en condiciones de igualdad. A pesar del cumplimiento formal de la paridad, persisten prácticas de simulación, exclusión y violencia que limitan la participación efectiva de las mujeres. La violencia política en razón de género, por ejemplo, se ha intensificado a medida que las mujeres han ganado visibilidad y poder. Esta violencia busca desalentar, castigar o impedir su participación y se manifiesta en amenazas, hostigamiento, acoso, difamación, agresiones físicas, presión para renunciar o deslegitimación pública. A pesar de que existen leyes que tipifican y sancionan esta forma de violencia, su implementación sigue siendo limitada y muchas mujeres enfrentan estos ataques en condiciones de vulnerabilidad e impunidad.

Además, la cultura política sigue reproduciendo estereotipos de género que cuestionan la legitimidad del liderazgo femenino, que limitan la agenda de las mujeres a ciertos temas considerados “blandos” o “femeninos”, y que refuerzan prácticas de subordinación dentro de los partidos y de las instituciones. Las mujeres siguen teniendo menos acceso a financiamiento, a redes de poder, a los medios de comunicación y a espacios de decisión real. Esta desigualdad se agudiza en el caso de mujeres indígenas, afrodescendientes, con discapacidad, jóvenes, de la diversidad sexual o de contextos rurales, quienes enfrentan barreras múltiples para participar en la vida política y ser reconocidas como sujetas plenas de derechos.

La transición de las cuotas a la paridad ha sido, sin duda, un logro histórico de las mujeres mexicanas. Pero aún queda mucho por hacer para que esa paridad se traduzca en igualdad sustantiva, es decir, en la posibilidad real de que las mujeres accedan, permanezcan y ejerzan el poder en condiciones de equidad, seguridad y autonomía. Para ello, es necesario fortalecer los mecanismos de vigilancia y sanción ante el incumplimiento de la ley, garantizar el acceso igualitario a los recursos, promover la formación política con perspectiva de género, fomentar liderazgos diversos e incluyentes, y transformar la cultura institucional y social que aún limita el ejercicio pleno de los derechos políticos de las mujeres.

La paridad no debe verse como una meta cumplida, sino como una herramienta en permanente construcción, que debe ser evaluada, defendida y fortalecida constantemente. No basta con que las mujeres estén presentes en los espacios de poder, es indispensable que puedan incidir en las decisiones, transformar las estructuras y representar con dignidad y eficacia a sus comunidades. La democracia no puede ser plena mientras la mitad de la población siga enfrentando obstáculos para participar en igualdad de condiciones. Reconocer la evolución de la representación femenina en México es también asumir la responsabilidad colectiva de continuar avanzando hacia un país más justo, incluyente y paritario.