
La equidad de género en la política mexicana ha transitado por un camino complejo y
desafiante, marcado por luchas históricas de las mujeres por su reconocimiento como
ciudadanas plenas, por su derecho a votar, a ser electas y a participar activamente en
la toma de decisiones que afectan el rumbo del país. Este proceso no solo ha
implicado una transformación legal e institucional, sino también un cambio cultural
profundo que, aunque aún incompleto, ha dado paso a importantes avances en la
inclusión de las mujeres en la vida pública. Sin embargo, los logros alcanzados
conviven con obstáculos persistentes que impiden la consolidación de una igualdad
sustantiva, y que obligan a reflexionar sobre los mecanismos que se requieren para
superar las brechas de género y garantizar una participación política libre, segura y
efectiva para todas las mujeres.
Uno de los logros más significativos en la historia reciente de la política mexicana ha
sido la incorporación del principio de paridad de género en la Constitución y en las
leyes electorales. Esta reforma, resultado de décadas de incidencia de los
movimientos feministas y de la presión de mujeres organizadas en distintos ámbitos,
obliga a los partidos políticos y a las autoridades electorales a garantizar la
postulación de mujeres en igualdad de condiciones con los hombres para cargos de
elección popular. La llamada reforma de “paridad en todo” extendió este principio más
allá de los órganos legislativos, abarcando también los poderes Ejecutivo y Judicial,
los organismos autónomos y los ayuntamientos, lo que representa un hito en la
democratización del acceso al poder en México.
Gracias a este marco normativo, el país ha alcanzado cifras históricas en la
participación política de las mujeres. La integración del Congreso de la Unión con
prácticamente la mitad de sus miembros mujeres, la presencia femenina en los
congresos locales, y la elección de gobernadoras en distintas entidades federativas
son ejemplos claros del impacto de estas medidas. Además, se ha observado un
aumento en la presencia de mujeres en cargos directivos dentro de los partidos
políticos, en secretarías de Estado y en órganos de justicia electoral, lo cual contribuye
a fortalecer la institucionalización de la perspectiva de género en el quehacer público.
A pesar de estos avances cuantitativos, la equidad de género en la política mexicana
sigue enfrentando importantes desafíos. Uno de los más preocupantes es la
persistencia de la violencia política en razón de género, una manifestación específica
de la violencia estructural que busca desalentar, impedir o castigar la participación
activa de las mujeres en la esfera pública. Esta violencia se expresa de múltiples
formas: desde amenazas, difamación y hostigamiento en redes sociales, hasta
agresiones físicas y simbólicas, exclusión deliberada de espacios de decisión y
simulación en el cumplimiento de las normas de paridad. La impunidad con la que
muchas veces se cometen estos actos refuerza un entorno hostil que vulnera los
derechos político-electorales de las mujeres y debilita la calidad democrática del país.
Otro obstáculo relevante es la desigual distribución de los recursos entre hombres y
mujeres en los procesos electorales. Aunque los partidos están obligados a destinar
un porcentaje de su financiamiento público a la formación política de las mujeres, en
la práctica este presupuesto es insuficiente, mal ejecutado o utilizado de manera
ineficaz. Las mujeres candidatas, especialmente aquellas que no forman parte de las
cúpulas partidistas o que provienen de sectores sociales marginados, enfrentan
mayores dificultades para acceder a financiamiento, capacitación, medios de
comunicación y redes de apoyo. Esta desigualdad en las condiciones de competencia
limita las posibilidades de éxito electoral y perpetúa la concentración del poder
político en manos de los mismos grupos hegemónicos.
Además, muchas mujeres que logran acceder a cargos públicos encuentran
restricciones para ejercer su mandato de manera autónoma. Las estructuras
partidistas y gubernamentales siguen reproduciendo prácticas patriarcales que
deslegitiman las voces femeninas, que excluyen a las mujeres de los espacios
estratégicos de toma de decisiones, o que condicionan su participación a la
subordinación a liderazgos masculinos. Esta dinámica contribuye a la reproducción
de roles tradicionales de género en la política, donde a las mujeres se les asignan
temas considerados “femeninos” o “sociales”, mientras que las áreas clave de poder,
como economía, seguridad o gobernabilidad, siguen dominadas por hombres.
La falta de equidad también se manifiesta en la escasa presencia de mujeres en la
política local y comunitaria, particularmente en zonas rurales e indígenas, donde
persisten normas culturales que restringen el derecho de las mujeres a participar en
asambleas, ocupar cargos de autoridad o emitir su voto. En estos contextos, las
mujeres enfrentan barreras múltiples derivadas de la pobreza, la discriminación
étnica, la exclusión educativa y la carga desproporcionada del trabajo doméstico y de
cuidados. Si bien existen mecanismos para garantizar su inclusión, como las acciones
afirmativas para candidaturas indígenas, su aplicación es aún limitada y requiere de
una mayor voluntad política, acompañamiento institucional y respeto a la autonomía
comunitaria con perspectiva de género.
Frente a este panorama, es necesario fortalecer las políticas públicas orientadas a
promover la equidad de género en la política, no solo desde el ámbito electoral, sino
desde una perspectiva integral que aborde las causas estructurales de la desigualdad.
La educación con enfoque de género, el acceso a servicios de cuidado infantil, la
erradicación de la violencia machista, la igualdad salarial, la representación diversa
en los medios de comunicación y la formación de liderazgos femeninos son elementos
fundamentales para construir condiciones reales de participación política para las
mujeres. Asimismo, se requiere de una ciudadanía crítica, activa y solidaria que exija
el cumplimiento de los derechos humanos de las mujeres y que acompañe sus luchas
desde todos los frentes.
También es indispensable reconocer y visibilizar el aporte de las mujeres en la
transformación de la política mexicana. Muchas lideresas han sido pioneras en
promover leyes para la protección de los derechos humanos, en impulsar
presupuestos sensibles al género, en encabezar movimientos sociales por la justicia y
en articular agendas colectivas para combatir la impunidad, la corrupción y la
desigualdad. Sus trayectorias, muchas veces construidas desde la adversidad, son
testimonio del poder transformador de las mujeres cuando tienen la oportunidad de
ejercer su ciudadanía en plenitud.
La equidad de género en la política mexicana es un objetivo en proceso, una
construcción colectiva que exige la continuidad de los esfuerzos legislativos,
institucionales y sociales. Alcanzarla implica no solo contar a las mujeres en las
estadísticas, sino asegurar que sus voces sean escuchadas, que sus propuestas sean
tomadas en serio, y que su liderazgo sea reconocido como esencial para la vida
democrática del país. Significa romper con los privilegios que perpetúan la exclusión,
y abrir camino a una nueva forma de ejercer el poder, más horizontal, más incluyente
y más comprometida con el bienestar común.
El futuro de la democracia en México está profundamente vinculado a la capacidad de
garantizar la equidad de género en todos los ámbitos del poder. Si las mujeres siguen
siendo excluidas, silenciadas o violentadas por participar, estaremos fallando en la
construcción de una sociedad verdaderamente justa e igualitaria. Pero si logramos
superar estos desafíos, si consolidamos las políticas de paridad, si erradicamos la
violencia política y si reconocemos el derecho de todas las mujeres a ocupar espacios
de decisión, habremos dado un paso firme hacia una democracia más robusta, más
legítima y más humana. La equidad de género no es un objetivo secundario, es una
condición indispensable para la justicia, la libertad y la dignidad en la vida política del
país.