La participación política de las mujeres en México es el resultado de una larga lucha por el reconocimiento de sus derechos y de su condición ciudadana plena. A lo largo de las últimas décadas, el país ha sido testigo de importantes avances en materia legislativa, institucional y cultural que han permitido un aumento significativo en la representación femenina en los espacios de toma de decisiones. Sin embargo, estos logros coexisten con profundas desigualdades estructurales que limitan el acceso efectivo, la permanencia y el ejercicio libre del poder político por parte de las mujeres. A pesar de las reformas legales, las cifras crecientes y los discursos públicos sobre igualdad, persisten múltiples pendientes que requieren atención inmediata y compromiso colectivo para consolidar una democracia verdaderamente paritaria e incluyente.

El reconocimiento del derecho al voto de las mujeres en 1953 marcó el inicio de una nueva etapa en la historia política del país. Esta conquista abrió la puerta para que las mujeres participaran de manera formal en la vida pública, aunque durante muchos años su presencia fue más simbólica que efectiva. La representación femenina en los cargos de elección popular avanzó de manera lenta y desigual, limitada por una estructura política y social profundamente patriarcal que consideraba a la política como un espacio propio de los hombres. Las mujeres enfrentaban no solo barreras legales y normativas, sino también prejuicios culturales, exclusión de las redes de poder y una marcada desigualdad en el acceso a los recursos políticos, económicos y mediáticos.

Fue hasta la década de los noventa cuando comenzaron a implementarse medidas afirmativas, como las cuotas de género, que obligaban a los partidos políticos a postular un porcentaje mínimo de mujeres en sus candidaturas. Estas acciones marcaron un punto de inflexión, al reconocer que la igualdad formal no garantizaba por sí sola la participación efectiva de las mujeres. Sin embargo, estas cuotas fueron inicialmente interpretadas como un límite inferior, sin mecanismos de cumplimiento ni sanciones, lo que permitió diversas formas de simulación. Solo con el paso del tiempo, y gracias al empuje de legisladoras, activistas y organismos de la sociedad civil, se logró fortalecer el marco normativo para garantizar su cumplimiento y avanzar hacia un principio más robusto: la paridad de género.

La reforma constitucional de 2014 estableció por primera vez la obligación de los partidos de garantizar la paridad en las candidaturas a cargos legislativos. Cinco años después, la reforma de 2019 amplió este principio a todos los niveles del poder público, incluyendo los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, así como los órganos autónomos y los municipios. Esta “paridad en todo” representa un hito en la vida democrática del país, al sentar las bases jurídicas para una representación equilibrada entre mujeres y hombres en todos los espacios de toma de decisiones. Gracias a esta normativa, México ha alcanzado niveles históricos de participación femenina en el Congreso de la Unión y en distintos congresos locales, así como un aumento progresivo en los cargos ejecutivos y judiciales.

No obstante, la presencia numérica de las mujeres no siempre se traduce en una participación sustantiva ni en condiciones de igualdad. Muchas mujeres que acceden a cargos públicos enfrentan obstáculos adicionales relacionados con el ejercicio del poder. La violencia política en razón de género se ha convertido en uno de los mayores desafíos para las mujeres en la vida pública. Esta violencia busca obstaculizar, limitar o castigar su participación política, y se manifiesta en actos de intimidación, amenazas, descalificaciones, acoso, agresiones físicas y simbólicas, e incluso feminicidios. Aunque existen leyes para sancionar este tipo de violencia, su implementación aún es limitada y muchas mujeres deciden no denunciar por miedo a represalias o por la falta de garantías institucionales para su protección.

Además, persiste una marcada desigualdad en el acceso a los recursos necesarios para competir en condiciones de equidad. Las mujeres, especialmente aquellas que no pertenecen a las élites partidistas, suelen tener menor acceso a financiamiento para campañas, visibilidad en los medios, respaldo institucional y formación política. Esto se traduce en menores oportunidades para obtener candidaturas competitivas y en una menor probabilidad de ejercer influencia real dentro de los espacios de poder. La cultura política dominante, por su parte, continúa reproduciendo estereotipos de género que cuestionan la legitimidad del liderazgo femenino y que asignan a las mujeres funciones secundarias o simbólicas dentro de las estructuras partidistas y gubernamentales.

La representación de las mujeres en la política también enfrenta desafíos en términos de diversidad. Si bien ha aumentado la presencia de mujeres en cargos públicos, esta representación sigue siendo desigual cuando se trata de mujeres indígenas, afrodescendientes, con discapacidad, jóvenes, migrantes o de la diversidad sexual. Estas mujeres enfrentan múltiples formas de discriminación que dificultan su acceso a la vida política y que requieren de políticas específicas para ser superadas. La participación política de las mujeres no puede pensarse como una realidad homogénea, sino que debe reconocer la pluralidad de sus trayectorias, necesidades y aspiraciones.

Asimismo, es importante señalar que la implementación de la paridad ha sido desigual a nivel subnacional. Si bien algunos estados han avanzado en garantizar la participación equitativa de las mujeres, en otros persisten resistencias tanto normativas como culturales que dificultan el cumplimiento de la ley. En los municipios, particularmente en contextos rurales e indígenas, muchas mujeres electas enfrentan presiones para renunciar, son excluidas de las decisiones o ven obstaculizado su ejercicio del cargo por prácticas tradicionales que niegan su autoridad. Estas realidades ponen en evidencia que la paridad debe ser acompañada de acciones afirmativas, capacitación, monitoreo, sanciones y una transformación profunda de la cultura política local.

Frente a estos retos, resulta indispensable fortalecer los mecanismos institucionales y sociales para garantizar una participación política efectiva, segura y equitativa para las mujeres. Los partidos políticos deben asumir su responsabilidad en la promoción del liderazgo femenino, no solo cumpliendo con la ley, sino impulsando políticas internas que eliminen la discriminación, fortalezcan las capacidades de sus militantes y promuevan la corresponsabilidad en el ejercicio del poder. El Estado, por su parte, debe garantizar que las leyes se apliquen de manera efectiva, que las mujeres cuenten con recursos y protección, y que se construya una cultura institucional con perspectiva de género en todos los niveles.

La sociedad civil y los movimientos feministas han jugado un papel fundamental en el impulso de estas transformaciones. Su capacidad de incidencia, monitoreo y denuncia ha sido clave para visibilizar las desigualdades, proponer reformas, acompañar a las víctimas y construir redes de apoyo. Es necesario fortalecer estos espacios, garantizar su participación en los procesos de toma de decisiones y reconocer su contribución a la democratización del país. La participación política de las mujeres no es un tema exclusivo del ámbito electoral, sino una cuestión estructural que atraviesa todas las dimensiones de la vida pública.

Educar en igualdad desde edades tempranas, promover una cultura de respeto y no discriminación, fomentar la corresponsabilidad en el cuidado, y visibilizar el aporte de las mujeres en todos los niveles del poder son acciones fundamentales para avanzar hacia una democracia sustantiva. La paridad debe ser vista no como un límite o una cuota, sino como un principio que reconoce la diversidad de la sociedad y que busca construir una política más justa, representativa y eficaz.

La participación política de las mujeres en México ha avanzado de forma notable en las últimas décadas, pero los pendientes siguen siendo numerosos y urgentes. La igualdad formal debe convertirse en igualdad sustantiva, y para ello se requiere voluntad política, compromiso institucional y una ciudadanía activa y vigilante. Las mujeres no solo tienen derecho a estar presentes en la política, sino a ejercer el poder en condiciones de dignidad, autonomía y seguridad. Su liderazgo es imprescindible para enfrentar los desafíos del país, fortalecer la democracia y construir un futuro más justo e incluyente para todas y todos.