La construcción de un liderazgo político verdaderamente igualitario en México ha sido una aspiración histórica de los movimientos feministas, de las mujeres organizadas y de la ciudadanía crítica que entiende que la democracia no puede florecer si no incluye a la mitad de su población en las decisiones fundamentales del país. La pregunta sobre si realmente estamos avanzando hacia la igualdad en el liderazgo político no es menor, y exige una reflexión profunda que va más allá de los datos cuantitativos o del cumplimiento formal de cuotas. Implica analizar las estructuras que sostienen el poder político, las prácticas que lo moldean, los discursos que lo legitiman y los desafíos que enfrentan las mujeres para ejercerlo en condiciones de equidad, respeto y autonomía.

El liderazgo político femenino ha sido históricamente invisibilizado, minimizado o condicionado a parámetros que no aplican a sus pares varones. La cultura patriarcal ha definido la política como un espacio masculino por excelencia, basado en la competencia, la verticalidad y la exclusión. En este contexto, las mujeres han tenido que conquistar lentamente espacios de poder, enfrentando múltiples barreras que van desde la discriminación abierta hasta formas más sutiles de violencia simbólica y estructural. A pesar de estos obstáculos, las mujeres mexicanas han demostrado su capacidad de liderazgo en todos los niveles de gobierno, desde los municipios hasta el Congreso de la Unión, promoviendo agendas transformadoras que colocan en el centro los derechos humanos, la justicia social y la igualdad sustantiva.

Los avances normativos en México han sido significativos. El principio de paridad de género, consagrado en la Constitución, ha permitido que hoy tengamos un Congreso prácticamente paritario y una mayor presencia de mujeres en cargos ejecutivos y en órganos autónomos. Sin embargo, la paridad numérica no siempre se traduce en igualdad efectiva. Muchas mujeres que llegan al poder se enfrentan a un entorno hostil que cuestiona su legitimidad, minimiza sus propuestas y limita su margen de acción. Las estructuras partidistas siguen siendo en muchos casos espacios opacos, donde la toma de decisiones está concentrada en grupos cerrados dominados por hombres, y donde las mujeres tienen que demostrar el doble para ser consideradas competentes.

El liderazgo político igualitario no puede evaluarse solamente desde la óptica de la presencia. Es necesario preguntarnos si las mujeres en posiciones de liderazgo están en condiciones de ejercer su mandato con libertad, si pueden impulsar sus agendas sin ser objeto de violencia o censura, y si su participación está transformando las prácticas políticas tradicionales. En este sentido, los retos son enormes. La violencia política en razón de género sigue siendo una amenaza grave y persistente que afecta a candidatas, funcionarias y lideresas sociales. Esta violencia se manifiesta en formas diversas: desde comentarios sexistas, hostigamiento en redes sociales, exclusión deliberada de espacios de decisión, hasta agresiones físicas y simbólicas que buscan desalentar la participación femenina.

Combatir esta violencia requiere no solo de marcos legales adecuados, sino de un cambio profundo en las relaciones de poder, en la cultura política y en la forma en que concebimos el liderazgo. Necesitamos erradicar los estereotipos que asocian el liderazgo con la dureza, la autoridad vertical y la lógica del control, y abrir paso a nuevas formas de liderar basadas en la empatía, la colaboración, la transparencia y el compromiso ético. Las mujeres han demostrado que liderar también puede significar construir consensos, promover el cuidado colectivo y poner en el centro las necesidades de los grupos históricamente excluidos. Este enfoque no solo es más justo, sino también más eficaz para enfrentar los desafíos complejos que enfrenta el país.

La formación de liderazgos femeninos requiere también de políticas públicas integrales que promuevan la autonomía de las mujeres desde las primeras etapas de la vida. La educación con perspectiva de género, el acceso a servicios de salud y cuidado, la garantía de derechos laborales, la participación comunitaria y el reconocimiento del trabajo no remunerado son factores clave para construir trayectorias de liderazgo desde lo local hasta lo nacional. No podemos esperar liderazgos sólidos si las mujeres siguen enfrentando una doble o triple jornada, si no cuentan con redes de apoyo, o si su voz sigue siendo silenciada en los espacios de deliberación.

Además, es imprescindible promover la diversidad dentro del liderazgo político femenino. La igualdad no puede entenderse como la inclusión de unas cuantas mujeres que reproducen los patrones de exclusión existentes. Se necesita abrir espacios para mujeres indígenas, afrodescendientes, jóvenes, con discapacidad, migrantes, rurales y de la diversidad sexual. Cada una de estas mujeres aporta una experiencia vital distinta y una visión única sobre lo que significa gobernar con justicia y equidad. Un liderazgo igualitario es aquel que refleja la pluralidad de la sociedad, que reconoce las diferencias y que actúa desde el compromiso con los derechos colectivos.

En este contexto, las mujeres que hoy ocupan cargos públicos tienen un papel fundamental no solo como representantes, sino como referentes que pueden inspirar a otras mujeres a participar, a levantar la voz y a ocupar espacios de decisión. Su presencia, sus luchas y sus logros generan un efecto multiplicador que desafía el statu quo y que construye nuevas posibilidades para las generaciones futuras. Pero este proceso también requiere del acompañamiento de la sociedad civil, de los medios de comunicación, de la academia y de todos los sectores que creen en la igualdad como valor democrático. Solo con alianzas amplias, sólidas y comprometidas podremos avanzar hacia un modelo de liderazgo donde el género no sea una barrera, sino una fuente de riqueza, de innovación y de transformación social.

Responder a la pregunta de si estamos avanzando hacia la igualdad en el liderazgo político implica reconocer lo alcanzado, visibilizar lo pendiente y comprometerse con lo necesario. México ha dado pasos importantes, pero no puede conformarse con el cumplimiento formal de cuotas o con la celebración de cifras. La igualdad verdadera se alcanza cuando las mujeres pueden liderar sin miedo, sin obstáculos y con todas las condiciones para ejercer su poder de forma libre, legítima y transformadora. La democracia mexicana necesita más que nunca liderazgos comprometidos con la justicia, con la dignidad y con la inclusión. Y ese camino no puede construirse sin las mujeres.